Hacía tantos años que Doña Rosa vivía sobre aquella calle, que ella misma había perdido la noción del tiempo. Se habían ido los García, que tenían dos chicos bulliciosos. Se había ido el alemán del taller mecánico. Habían cerrado el pequeño negocio de lencería que proveía a la mayor parte de las mujeres del barrio. Nunca más se supo de ellos. La única que quedó fija en el lugar fue Doña Rosa. Con el tiempo se fue poniendo más encorvada, espiaba por las persianas y conocía los pasos de los vendedores, de los cobradores, y aprendió a calcular la hora de acuerdo al momento del día en que los veía. A veces se aburría y entonces recordaba a sus antiguos vecinos. Le venían imágenes de cuando los chicos tomaban la comunión y le iban a pedir unas monedas o de cuando el alemán hacía tanto ruido con los motores que ella se enfurecía, discutía con él y después se iba a dormir la siesta.
Un día, igual que tantos otros, alguien llamó a su puerta. Tímidamente, ella preguntó:
—¿Quién es?
Espió por la persiana y vio plantado frente a su puerta a un elegante muchacho, muy bien trajeado y con una gorra de marino.
—¿Qué desea? —volvió a preguntar.
Con acento de extranjero, el muchacho respondió:
—Señora, yo soy súbdito de la reina de Holanda.
Doña Rosa se quedó pasmada.
—¿Cómo la reina de Holanda?
—Sí, señora. La reina de Holanda es argentina.
—¿Argentina?
—Así es. Doña Máxima Zorreguieta es argentina. Y es nuestra reina.
De pronto, ella recuperó su antiguo vigor y dijo:
—Acá la única reina que hubo fue Eva Perón. Con sus grandes vestidos, su brillo, su belleza.
—Disculpe —repuso el joven—, pero la reina de Holanda se llama Máxima y es argentina.
Doña Rosa, cargada de furia, le abrió la puerta.
—Pase —le dijo.
El muchacho lucía elegante y cuidadoso en sus modales, algo que a Doña Rosa le inspiraba confianza.
—Tome asiento —dijo, a lo que el joven obedeció.
—¿Quiere algo para tomar?
El muchacho asintió con la cabeza. Doña Rosa se metió en la cocina y regresó con un vaso de gaseosa en la mano. En ese momento, empezaron a escucharse desde la calle gritos amenazantes:
—¡Policía, policía!
Súbitamente, el marino perdió la compostura y extrajo un revólver de su cinturón. Al verlo, Doña Rosa se acercó a la persiana y les gritó a los de afuera:
—¿Pero qué pasa? Yo tengo bajo mi techo al mensajero de la reina de Holanda.
Los de afuera le contestaron:
—No sea ingenua. Es un ladrón. Estuvo robando por toda la zona y está armado.
Entonces ella dijo:
—Un caballero como él tiene que estar armado para protegerse de personas como ustedes. ¡Guarangos!
Desde afuera se escuchó otro grito:
—¡Déjenos entrar o lo bajamos a tiros! Es un delincuente.
Llena de dignidad, Doña Rosa respondió:
—Bajo mi techo no hay delincuentes. Hay un embajador de la reina de Holanda que tiene mucho parecido con Evita.
Tras decir esto, se hizo el silencio. Doña Rosa, tensa, escuchaba los murmullos que llegaban desde afuera:
—Para mí que la vieja es parte del asunto —decía uno.
—Terminemos con esto de una vez que ya empieza el partido. Deben tener un cargamento de merca encanutado ahí adentro.
Doña Rosa empalideció. Cuando se volvió para pedirle ayuda al muchacho, lo encontró frente a la heladera abierta y comiendo los restos del mondongo que tenía guardado del mes anterior. Aterrorizada, corrió hasta él pero ya era demasiado tarde.
—¡No comas eso que es un preparado para limpiar la heladera! —dijo.
El joven, tomado por sorpresa, alcanzó a murmurar sus últimas palabras antes de caer presa de las convulsiones:
—Vieja de mierda, la puta que te parió...
Murió al instante. Doña Rosa se arrojó sobre él, llorando a los gritos y diciendo:
—¡No te vas a ir solo! ¡Evita nunca te hubiera dejado!
Entonces introdujo sus dedos temblorosos en el mondongo rancio, lo acercó a su boca y estuvo a punto de tragarlo cuando desde afuera empezó la balacera que la transformó en un colador.